Lectura del santo evangelio según san Juan (3,13-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
Palabra del Señor.

Un amor que se eleva sobre todo juicio:
En este pasaje, Jesús conversa con Nicodemo, un hombre respetado, un maestro de la ley. Pero más allá de su título, Nicodemo era alguien con preguntas. De noche, buscando claridad en medio de la confusión, se acercó a Jesús. ¿Quién no ha sentido ese anhelo de respuestas, especialmente cuando lo que sabemos ya no nos basta?
Jesús no le responde con fórmulas teológicas. Le habla con símbolos conocidos: Moisés, la serpiente en el desierto… y luego se refiere a sí mismo como aquel que será “elevado”. Y no se refiere solo a la cruz, sino también al amor que esa cruz revela. Un amor que no espera perfección para darse. Un amor que no juzga desde arriba, sino que se encarna y camina con nosotros.
En nuestras parroquias y movimientos, a veces caemos en la tentación de catalogar a las personas: “Este sí está comprometido”, “aquella no da fruto”, “aquel ya no viene”. Pero si Jesús no vino a condenar, ¿con qué derecho lo hacemos nosotros?
Cuando la comunidad se vuelve medicina:
La imagen de la serpiente elevada por Moisés era una medicina visual, una señal de esperanza para quienes sufrían. Jesús se convierte ahora en esa nueva medicina, no solo para sanar el cuerpo, sino el corazón.
En nuestras comunidades, la pastoral no puede ser solo planificación o catequesis. Tiene que ser también consuelo, escucha, mirada tierna, palabra que acompaña. Cada grupo apostólico, desde el coro hasta Cáritas, debería ser un pequeño hospital de campaña, como diría el Papa. Y esto no es poesía: lo vemos cuando alguien llega roto por dentro, y encuentra una sonrisa, un café, un abrazo. Ahí está la elevación de Jesús en la vida real.
Dios no quiere que nadie se pierda:
La frase “para que no perezca ninguno” resuena como un eco persistente en el corazón del Evangelio. Jesús no fue selectivo. No vino por los mejores. Vino por todos. Y eso incluye a quienes no vienen a misa, a quienes critican a la Iglesia, a los que ya no rezan.
¿Y nosotros? ¿Quiénes están incluidos en nuestro corazón parroquial? ¿Acaso sólo los que piensan igual o los que nos hacen la vida más fácil? La misión es ir a buscar a los que están lejos. Porque si no lo hacemos, ¿para qué nos reunimos cada semana?
Una fe que se demuestra en las caídas:
Jesús no espera que estemos de pie todo el tiempo. De hecho, se deja elevar para que lo veamos incluso desde el suelo. En el trabajo comunitario muchas veces hay tropiezos: discusiones, desencuentros, frustraciones. A veces nos cansamos porque los frutos no llegan o porque las personas no cambian.
Pero ahí está el punto: creer en Jesús no es tener la vida resuelta, sino mirar hacia la cruz y saber que el amor sigue ahí, esperando. No para exigirnos, sino para recordarnos que no estamos solos.
Una vida que no se acaba:
La vida eterna no es solo “el cielo”. Es una forma de vivir aquí y ahora. Cuando perdonamos aunque nos duela, cuando abrazamos sin condiciones, cuando servimos sin esperar que nos aplaudan… ahí estamos viviendo eternamente.
En las parroquias, hay personas que ya viven así. No se les nota mucho, no están en el centro. Pero su presencia sostiene más de lo que imaginamos. Son las abuelitas que rezan por todos, los jóvenes que montan las sillas sin que nadie lo pida, los que lavan los manteles del altar o visitan al enfermo. Ellos han comprendido que Jesús fue elevado no para brillar, sino para que todos vivamos.
Meditación Diaria: Hoy Jesús nos recuerda que su misión no fue venir a juzgar, sino a salvar. Ese amor sin condiciones es el que transforma nuestras parroquias y movimientos en espacios vivos. No importa cuánto sepamos de teología, si no amamos como Él amó, todo se queda en teoría. Miremos hoy nuestra cruz personal, y dejemos que nos hable. Que nos diga que no todo está perdido, que siempre hay un nuevo comienzo. Acojamos a quienes han caído, tendamos la mano en lugar de señalar. Dejemos que la fe no se encierre en el templo, sino que se derrame como bálsamo en la vida diaria. Porque solo un amor que se entrega sin medida puede sanar el mundo.