Del llanto a la alegría: una promesa que transforma

Del llanto a la alegría: una promesa que transforma

Lectura del santo evangelio según san Juan (16,20-23a):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.
La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre.
También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada».

Palabra del Señor.

El dolor que se transforma en alegría:

En el Evangelio de hoy, Jesús dice con claridad algo que a primera vista puede sonar desconsolador: “Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría”. Esta frase, lejos de ser una advertencia sombría, es una promesa profunda que toca lo más humano de nuestra existencia. Todos, en algún momento, atravesamos momentos de pérdida, de confusión, de silencios que pesan. Sin embargo, este texto no habla de evitar el dolor, sino de atravesarlo con la certeza de que no será eterno. Cuando una madre da a luz, el sufrimiento es real, intenso. Pero en cuanto tiene al niño en brazos, todo lo anterior pierde fuerza. En nuestras comunidades y parroquias sucede algo parecido. A veces, servir cansa, cuesta, agota. Pero cuando vemos que un joven encuentra el sentido de su vida, que una familia se reconcilia, o que una persona mayor se siente escuchada, todo el sacrificio cobra sentido.

Las lágrimas que fertilizan la esperanza:

Jesús no promete un camino sin obstáculos. Nos habla de llanto y luto. Sin embargo, no se queda ahí. La tristeza que menciona no es un castigo ni una maldición; es el paso necesario hacia una alegría más plena. En el trabajo pastoral, hay días en los que uno se siente solo, sin resultados, con cansancio emocional acumulado. Pero en medio de esas lágrimas, se siembran semillas. He visto cómo una oración dicha desde el fondo del corazón cambia la historia de una persona. Cómo el silencio compartido con alguien en duelo puede ser más poderoso que mil palabras. En lo pequeño, en lo escondido, florece lo verdadero. Es allí donde el Reino se manifiesta, no en fuegos artificiales, sino en la constancia humilde.

La comunidad como lugar de consuelo:

Jesús habla en plural: “Ustedes estarán tristes”. No se dirige a una persona aislada, sino al grupo, al cuerpo unido de discípulos. En la vida de fe, no estamos llamados a cargar solos. En nuestras parroquias y movimientos apostólicos, tenemos que aprender a acompañarnos. No todo se soluciona con consejos rápidos o frases hechas. A veces, basta con estar presente, escuchar sin juzgar, dejar que el otro sepa que no camina en solitario. Cuando alguien falta en la comunidad, se siente. Cuando alguien sonríe después de semanas de silencio, se celebra. Por eso es importante cuidar el tejido humano de nuestras acciones. No somos piezas sueltas, somos parte de un cuerpo que se duele y se alegra junto.

Una alegría que nadie podrá quitar:

La promesa de Jesús culmina con estas palabras: “Nadie les quitará su alegría”. No se trata de una emoción pasajera ni de una euforia artificial. Es una alegría que brota del fondo del alma, porque se ha pasado por la noche oscura y se ha encontrado la luz. Esa alegría no depende del éxito exterior, ni de la aprobación social. Se sostiene en la certeza de haber amado, de haber servido, de haber creído cuando todo parecía en contra. En los momentos más difíciles de mi propia vida pastoral, esa alegría silenciosa me ha sostenido. Es como una llama pequeña que, aunque el viento sople, no se apaga. Y muchas veces, la he visto también en otros: en abuelas que rezan por sus nietos con paciencia, en jóvenes que sirven con entusiasmo en medio de sus dudas, en matrimonios que vuelven a empezar.

Jesús nos conoce y nos consuela:

En este pasaje, Jesús no se distancia de nuestro sufrimiento. Lo anticipa, lo nombra y lo acompaña. Él no es un maestro lejano, sino un amigo que se sienta al lado del que llora. Nos invita a confiar en que el dolor no es el final del camino. Que lo que hoy parece una pérdida puede ser mañana una ofrenda. Y cuando llegue ese momento, cuando la tristeza se haya transformado, nos daremos cuenta de que no estábamos solos. Que alguien caminaba con nosotros, aunque no lo viéramos. Que la cruz no era un castigo, sino una puerta. Y que, al final, la alegría —esa que nadie puede quitarnos— será el signo más claro de su presencia.

Meditación Diaria: El Evangelio según san Juan nos recuerda que la tristeza es parte del camino, pero no su destino final. Jesús nos anuncia que habrá momentos de llanto y desconcierto, tanto en la vida personal como en la misión comunitaria. Sin embargo, esa tristeza no será en vano, pues traerá consigo una alegría profunda que nadie podrá arrebatarnos. En la vida diaria, esto nos anima a mantener la fe incluso cuando el panorama parece oscuro. Al servicio en parroquias o movimientos, esta palabra nos impulsa a perseverar, confiando en que los frutos vendrán, aunque hoy sólo veamos semillas enterradas. A cada lágrima le sigue una promesa. Jesús no se queda observando desde lejos, camina con nosotros. Hoy, tomemos su mano con confianza y avancemos sabiendo que el dolor no tiene la última palabra: la tiene el amor que transforma todo.