El Amor que se Guarda en el Silencio del Día a Día

El Amor que se Guarda en el Silencio del Día a Día

Lectura del santo evangelio según san Juan 14,23-29):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.»

Palabra del Señor.

El amor no se grita, se guarda y se demuestra:

Jesús no está hablando solo a sus discípulos cuando les dice: “El que me ama guardará mi palabra”. Nos está hablando a nosotros, aquí y ahora, con todas nuestras complicaciones, rutinas y agendas. A veces creemos que amar a Jesús es solo cuestión de rezar, ir a misa o tener una medalla colgada al cuello. Pero Él lo deja claro: amar es guardar su palabra, es vivirla sin escándalo ni teatro, desde lo cotidiano. Cuando una madre cocina con ternura para su familia aunque esté agotada, cuando un voluntario limpia la capilla sin que nadie se lo pida, cuando un joven elige con honestidad aunque eso le cueste amigos… ahí se está guardando su palabra.

El Padre viene donde es bien recibido:

Y cuando esa palabra se guarda con fidelidad, el Padre no se queda lejos. “Vendremos a él y haremos morada en él”. Imagínate eso. No una visita fugaz, sino una presencia constante. En las comunidades parroquiales que viven un espíritu de servicio alegre, se siente esa morada. En los movimientos apostólicos que no buscan protagonismo, sino servir desde lo sencillo, también habita el Padre. No se trata de templos majestuosos, sino de corazones abiertos. Un grupo que reza junto, que se escucha con respeto, que comparte sus luchas sin juzgar, se convierte en una habitación cálida donde el amor de Dios se instala con gusto.

El Espíritu Santo es memoria viva, no archivo del pasado:

Jesús promete el Espíritu Santo no como un profesor que dicta una clase aburrida, sino como un amigo que te recuerda lo esencial cuando todo parece tambalear. Nos pasa en la vida comunitaria: hay momentos en que las diferencias, las heridas, el cansancio nos ciegan. Y de repente, una palabra, un gesto, un silencio, nos hace recordar lo que somos. Esa es la obra del Espíritu: recordarnos el amor primero, el servicio sincero, la entrega sin cálculo. No como nostalgia, sino como impulso.

La paz de Jesús no es anestesia, es impulso confiado:

Jesús dice que nos deja la paz, pero no como la da el mundo. Y tiene razón. La paz del mundo a veces es silencio obligado, indiferencia disfrazada de respeto o evasión de los conflictos. En cambio, la paz de Jesús es presencia. Una calma que no huye del dolor, sino que lo abraza sin desesperarse. En los trabajos parroquiales, en los grupos que organizan actividades y que lidian con todo tipo de carácter, esta paz es necesaria. Es la que nos permite respirar hondo cuando las cosas no salen, y volver al día siguiente con una sonrisa sincera.

No temer al cambio cuando el amor sostiene:

Jesús prepara a sus amigos para su partida. Sabe que eso los inquieta. Pero les dice que si lo amaran, se alegrarían de que vuelva al Padre. Es hermoso esto. Porque nos recuerda que el amor verdadero no es posesivo, no se aferra a lo conocido con miedo. En la vida comunitaria hay etapas que terminan: personas que se van, proyectos que cambian, costumbres que ya no funcionan. Y eso puede doler. Pero si se hace por amor, hay que confiar. Porque el amor, cuando es verdadero, no se rompe: se transforma.

Meditación Diaria: Hoy Jesús nos recuerda que el amor no se dice, se vive. Guardar su palabra es cuidar nuestras acciones, es ser fiel en lo pequeño. Nos promete que si lo hacemos, su presencia –y la del Padre– no nos abandonará. El Espíritu nos guía con suavidad, recordándonos el camino cuando parecemos perdidos. Y su paz, esa que no depende de las circunstancias, se instala en el corazón como una lámpara encendida. En las parroquias, en las comunidades, en los movimientos, esta paz es tesoro y ancla. No tengamos miedo de los cambios ni de las despedidas, porque el amor que viene de Dios no se reduce, crece. Y su presencia es nuestra casa.