Encender el mundo desde lo cotidiano

Encender el mundo desde lo cotidiano

Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,13-18):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»

Palabra del Señor.

Sal y luz del mundo:

Cuando Jesús dice que somos la sal de la tierra y la luz del mundo, no está repartiendo elogios vacíos. Está señalando una responsabilidad concreta. La sal da sabor y preserva, pero también desaparece cuando cumple su propósito. Y la luz, por más pequeña que sea, rompe cualquier oscuridad. No se trata de buscar protagonismo, sino de estar presentes con humildad donde haga falta sabor y claridad: en la familia, en el trabajo, en las reuniones del grupo, en las calles de nuestro barrio.

Ser sal no significa imponer, sino dar sentido. Hay palabras que curan, gestos que alivian, silencios que acompañan. Cada uno de nosotros ha sido puesto en este mundo para marcar la diferencia, no para mezclarse sin dejar rastro. Y la luz no es para guardarla en una caja ni esconderla bajo una manta de rutinas. Es para ponerla en alto, donde todos puedan beneficiarse, especialmente aquellos que caminan con el alma apagada.

En la cotidianidad se hace misión:

Ser luz no requiere títulos ni discursos elaborados. A veces basta con escuchar sin juzgar, con compartir lo poco que se tiene, con visitar a alguien que nadie visita. La parroquia y los movimientos apostólicos no están para llenarse de actividades vacías, sino para encender vidas, para mantener el fuego del Evangelio ardiendo donde la esperanza parece haberse apagado.

Una madre que educa a sus hijos en el bien, un joven que evita sumarse al chisme del grupo, un catequista que llega cansado pero aún así sonríe, son luces que alumbran sin necesidad de reflectores. Y ese tipo de luz no cansa, no deslumbra, sino que guía con calidez.

Evitar la tibieza del anonimato:

El gran peligro de este mensaje de Jesús no es que fallemos en ser sal o luz, sino que dejemos de intentarlo. Que nos volvamos insípidos por miedo, por rutina, o por ese conformismo que dice: “¿Para qué, si nada cambia?” Pero la luz no se cuestiona si vale la pena iluminar. Simplemente lo hace. Y la sal no pregunta si el plato lo merece. Se entrega, transforma y desaparece.

La indiferencia espiritual puede ser más peligrosa que la persecución abierta. Jesús no está buscando perfectos. Está llamando a los disponibles, a los que se atreven a ser distintos en medio del ruido. No para dar lecciones, sino para vivir con coherencia.

Una comunidad que ilumina:

La parroquia que comprende este evangelio no necesita pancartas. Se nota en cómo trata al pobre, al migrante, al enfermo, al que se siente lejos. Se nota en los grupos que oran y obran, que organizan una olla común sin publicidad, que visitan a los que nadie recuerda. La sal y la luz no se anuncian: se perciben.

Cada uno tiene una chispa que puede encender algo en otro. A veces se enciende en un café con un amigo triste, en una llamada que nadie esperaba, en un “te perdono” que no estaba en los planes. La misión comienza donde estamos. No hace falta ir a tierras lejanas.

Jesús no exagera:

Él nos conoce bien. Sabe de nuestras fragilidades. Y aún así nos llama sal y luz. Eso nos revela cuánto confía en lo que somos capaces de hacer si dejamos que su palabra eche raíces. No pide lo imposible. Pide lo esencial. Que vivamos con sentido, que no escondamos la fe, que se note sin empujarla. Al final, uno no recuerda cuánto hizo, sino cuánto iluminó.

Meditación Diaria: Hoy Jesús nos recuerda que nuestra vida tiene un propósito: ser sal que da sabor y luz que ilumina. En lo pequeño, en lo cotidiano, estamos llamados a marcar una diferencia. No se trata de buscar reconocimiento, sino de vivir con coherencia, con sencillez, con amor. Una sonrisa sincera, una palabra justa, un acto generoso, pueden transformar una jornada gris en una llena de esperanza. No permitamos que la rutina apague lo que somos. Volvamos a lo esencial: estar presentes donde otros necesitan una chispa de alegría o una pizca de fe. En la parroquia, en casa o en el grupo apostólico, Jesús nos invita a vivir encendidos, sin miedo a desgastarnos por el bien. Que nuestro testimonio no necesite gritos, solo presencia firme y corazón abierto.