Cuando lo sencillo se vuelve fecundo

Cuando lo sencillo se vuelve fecundo

Lectura del santo evangelio según san Lucas (21,1-4):

En aquel tiempo, alzando Jesús los ojos, vio unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una viuda pobre que echaba dos reales, y dijo: «Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»

Palabra del Señor.

Administradores del don recibido:

A veces uno piensa que el Evangelio habla en clave lejana, como si las parábolas describieran mundos simbólicos que no encajan con lo que vivimos en la parroquia, la comunidad o el trabajo. Pero este pasaje, donde Jesús habla de los siervos encargados de las minas, nos toca de cerca. Cada uno de nosotros sabe que tiene algo entre manos: un talento, un oficio, un servicio comunitario, una responsabilidad que no puede delegar del todo. Jesús no coloca grandes discursos; simplemente recuerda que la vida se vuelve más verdadera cuando hacemos algo con lo que Él nos confía.

El tiempo que se nos regala:

En la parábola, el dueño se ausenta. Y eso describe nuestros días comunes: semanas llenas de reuniones parroquiales, compromisos familiares, actividades del movimiento, vecinos que piden algo, y el cansancio que a veces nos persigue. Es fácil dejar todo “para después”. Sin darnos cuenta, enterramos posibilidades porque sentimos que no estamos listos. Sin embargo, este tiempo, tal como viene, es el espacio donde Dios espera que actuemos. No se trata de ansiedad por producir más, sino de reconocer que el Evangelio crece donde uno se atreve a dar un paso.

Pequeños gestos que cambian el ritmo:

Los servidores de la parábola no hacen milagros; solo toman lo recibido y lo mueven. En la vida parroquial pasa igual. Una llamada para animar a un enfermo, ordenar un salón para una reunión, preparar una oración antes de iniciar un servicio, escuchar a alguien en la sacristía… Son detalles que parecen mínimos, pero son minas multiplicadas. Jesús aprecia esos gestos discretos que no salen en fotos ni figuran en informes. La comunidad se fortalece justo así: cuando cada uno aporta lo que tiene, aunque parezca sencillo.

La tentación de no hacer nada:

El siervo que guardó la mina en un pañuelo representa esa actitud que aparece cuando sentimos miedo, inseguridad o cansancio. Todos conocemos ese impulso de quedarnos quietos porque creemos que no valemos lo suficiente o que no estamos a la altura. En la vida apostólica esto se nota cuando evitamos proponer ideas, rehuimos responsabilidades o callamos intuiciones que podrían ayudar. Jesús no reprocha por no lograr grandes cosas; más bien invita a superar el miedo que detiene el corazón. Lo importante es moverse, aunque sea un poco.

La alegría de ofrecer frutos:

Nada alegra más a Jesús que ver a alguien que intenta, que se arriesga con humildad, que comparte lo que sabe y que sirve sin hacer ruido. Los frutos no se miden por cantidad, sino por fidelidad. Cuando alguien en la comunidad se entrega con sinceridad, todos lo notan: el ambiente cambia, la convivencia mejora, la misión avanza. Y uno mismo experimenta una paz que no llega de otra manera. Esa paz es la verdadera recompensa, más allá de cargos, reconocimientos o resultados.

Meditación Diaria: El Evangelio de hoy nos recuerda que la vida cotidiana es el lugar donde Jesús nos confía tareas pequeñas que pueden transformar mucho más de lo que imaginamos. Cada gesto de servicio —escuchar, animar, ayudar, colaborar— es una semilla que da fruto cuando se ofrece con sinceridad. No se trata de grandes proyectos, sino de vivir atentos a lo que tenemos en las manos ahora. Jesús nos invita a no dejarnos vencer por el miedo o la timidez; Él conoce nuestras capacidades y nos acompaña en cada intento. Hoy es un buen día para mirar lo que hemos recibido, agradecerlo y ponerlo en movimiento. Allí, en lo simple y concreto, nace la verdadera alegría del discipulado.