Bajo las alas de un amor que no se rinde

Bajo las alas de un amor que no se rinde

Lectura del santo evangelio según san Lucas (13, 31-35):

En aquella ocasión, se acercaron unos fariseos a decirle: «Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.»
Él contestó: «ld a decirle a ese zorro: «Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término.» Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: «Bendito el que viene en nombre del Señor.»»

Palabra del Señor.

Cuando el miedo intenta frenar la misión:

Hay momentos en los que sentimos que alguien —o algo— quiere detenernos. En el trabajo pastoral, en la familia o en la vida comunitaria, siempre aparece una voz que nos dice: “No sigas, es peligroso, te va a ir mal.” Es el eco moderno de los fariseos que advierten a Jesús sobre Herodes. Pero Él no se detiene. No porque no tenga miedo, sino porque su fidelidad es más grande que el miedo.
Cada vez que un catequista continúa enseñando aunque pocos asistan, que un ministro de la Eucaristía camina bajo la lluvia para llegar a tiempo, o que una madre ora por su hijo cuando ya todos se rindieron, el Evangelio vuelve a respirar. Esa determinación sencilla, casi silenciosa, es el alma del Reino.

El valor de seguir caminando:

Jesús no se encierra ni se esconde. Dice: “Hoy y mañana y pasado tengo que caminar.” Qué manera tan humana de decir que la vida continúa. Cuántas veces en nuestras comunidades paramos por cansancio o desánimo, olvidando que el camino es parte del mensaje.
En una parroquia, los procesos no son inmediatos: una pastoral florece después de mucho arar, una vocación madura tras años de tropiezos, una reconciliación llega después de silencios largos. Jesús nos enseña que no se puede dejar de andar, aunque el camino sea cuesta arriba. Caminar es confiar.

Jerusalén y nuestras propias resistencias:

“Jerusalén, Jerusalén…” suena como un suspiro triste. No es solo una ciudad, es el símbolo de nuestras propias resistencias. Cuántas veces rechazamos el bien porque viene envuelto en exigencia. Jesús lamenta, no acusa. Su dolor no es por la ingratitud, sino por el amor rechazado.
En la pastoral diaria, también enfrentamos eso: la indiferencia de los jóvenes, la crítica constante de algunos, la falta de unidad entre grupos. Pero Jesús no maldice la ciudad, la llora. Llorar no es debilidad; es amor que sigue esperando. A veces lo más evangélico que podemos hacer es no devolver golpe, sino una oración silenciosa.

Bajo las alas de Dios:

La imagen de la gallina que protege a sus polluelos es profundamente tierna. Jesús revela un corazón que cuida, que cubre, que se duele. Esa ternura divina también se manifiesta cuando la comunidad se convierte en refugio: cuando se visita un enfermo, se acompaña un duelo, o se abre una olla común para quien no tiene qué comer.
Cada vez que la parroquia abre sus brazos, Dios vuelve a desplegar sus alas. Bajo ellas no hay jerarquías, solo hijos que necesitan cobijo. Quizá esa sea hoy la tarea más urgente de la Iglesia: volver a ser un lugar donde las personas se sientan seguras, escuchadas y amadas.

Esperar con esperanza:

Jesús termina con una promesa: “No me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.” La esperanza no muere, solo espera su momento.
En los grupos apostólicos, esta frase invita a perseverar. Aunque haya sequías espirituales o proyectos que no salen como soñamos, llegará el día en que el Señor sea reconocido en medio de la comunidad. No como una aparición espectacular, sino en el rostro de un niño que aprende a orar, en una misa que toca el alma, en una reconciliación inesperada. Allí estará Él.

Meditación Diaria: Hoy, Jesús nos invita a no detenernos por miedo ni cansancio. Nos recuerda que la misión no depende del éxito inmediato, sino de la fidelidad cotidiana. Que nuestra “Jerusalén” —esa parte difícil de nosotros o de nuestra comunidad— puede transformarse con paciencia y ternura. Que amar como Él no es fácil, pero vale cada paso.
Pidamos aprender a caminar sin prisas, pero sin pausas. A no rendirnos ante la crítica o el desánimo. A ser, en medio de la rutina, alas abiertas que abrigan, acompañan y sanan. Porque mientras haya alguien dispuesto a amar, Jesús sigue caminando entre nosotros, cada día, en silencio y con luz.