Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,35-38):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.»
Palabra del Señor.

Estar despiertos en lo cotidiano:
Este pasaje no habla solo de esperar el regreso de alguien lejano, sino de vivir con atención cada instante. “Tener la lámpara encendida” hoy puede significar mantener viva la fe cuando el cansancio del trabajo, los problemas familiares o las noticias del mundo parecen apagarla. En la parroquia, esto se nota en quienes llegan antes para preparar la misa, en los que escuchan al hermano que se siente perdido, en quienes no buscan reconocimiento pero mantienen la luz encendida para todos.
Esperar al Señor no es quedarse quieto mirando el reloj, sino seguir sirviendo con alegría, con las manos ocupadas y el corazón atento. Jesús no nos pide ansiedad, sino disponibilidad.
La fe que ilumina el servicio:
Las lámparas del Evangelio son como esas pequeñas acciones que sostienen a la comunidad: la catequista que repite con paciencia lo mismo a los niños, el joven que ensaya un canto una y otra vez, o la señora que reza mientras prepara café para los demás. No parecen grandes cosas, pero sin esa luz, el templo y el barrio se vuelven fríos.
Jesús promete algo hermoso: cuando regrese y encuentre a sus siervos despiertos, él mismo los servirá. Qué imagen tan sorprendente. El Maestro, el Señor, se arrodilla y les atiende. Es una enseñanza que rompe toda lógica del poder. En la parroquia o en el movimiento apostólico, eso se traduce en liderar sin buscar títulos, sino cuidando.
Las vigilias del corazón:
“Si llega a la segunda o a la tercera vigilia…” significa que la espera puede hacerse larga. Hay noches en las que la oración pesa, los resultados no llegan y la tentación del desánimo se asoma. Pero es precisamente ahí donde la lámpara debe seguir encendida. La fe no se mide por las palabras que pronunciamos, sino por la luz que no dejamos apagar cuando nadie nos ve.
Quizás el Señor llegue en un momento inesperado: en la visita de alguien que necesitaba escucha, en la sonrisa de un niño en el catecismo o en la paz que sentimos después de servir sin esperar nada. Lo importante no es saber cuándo llegará, sino vivir de tal forma que, si llama esta noche, lo encuentre velando en nosotros una alegría sincera.
Esperar con alegría, no con miedo:
El Evangelio no quiere que vivamos angustiados, sino atentos. No es un llamado a la paranoia espiritual, sino a la esperanza. Estar preparados no significa vivir tensos, sino disponibles. Es la actitud del que confía. Jesús no busca siervos con el ceño fruncido, sino corazones despiertos que amen incluso en medio del cansancio.
Cada día es una oportunidad para encender esa lámpara interior: una palabra amable, una llamada al enfermo, una sonrisa a quien se siente invisible. La luz que mantenemos viva ilumina más de lo que imaginamos. Y cuando el Señor pase, incluso sin que lo notemos, sabrá que ahí había alguien que lo esperaba con amor.
Meditación Diaria: Hoy Jesús nos invita a mantener encendidas las lámparas del alma. No basta con creer: hay que vivir atentos, disponibles, alegres. El Evangelio no exige ansiedad, sino constancia. Nuestra luz se alimenta de gestos sencillos: servir, escuchar, compartir. Cuando mantenemos viva esa llama, el Señor se hace presente, incluso en medio de la rutina. Que esta jornada nos encuentre despiertos, con el corazón listo para reconocerlo en el hermano, en el trabajo, en el silencio. Si hoy viniera a nuestra puerta, que nos halle sirviendo, no por obligación, sino por amor. Esa es la dicha que promete: descubrir que Él siempre llega, y muchas veces lo hace disfrazado de necesidad, ternura o sorpresa.