El trozo de madera en el que nuestro Salvador derramó su valiosa sangre nos recuerda el inmenso amor divino, entregado sin límites para salvar a toda la humanidad. Como bien decía San Juan Pablo II, la cruz de Cristo es el lugar «donde se muere para vivir; para vivir en y con Dios, en la verdad, la libertad y el amor, y para vivir eternamente».

Según la tradición, en el siglo IV, la emperatriz Santa Elena halló en Jerusalén la cruz donde murió Jesús. Más tarde, en el año 614, los persas se llevaron esta reliquia como trofeo de guerra. Finalmente, el emperador Heraclio la recuperó y la devolvió a Jerusalén el 14 de septiembre del año 628. Desde entonces, se celebra este día como una festividad litúrgica.
Cuando la Santa Cruz regresó a Jerusalén, Heraclio quiso llevarla en una procesión solemne, vestido con todo su esplendor imperial. Pero sus ornamentos eran tan pesados que no podía moverse. El Arzobispo de Jerusalén, Zacarías, le dijo: «Es que todo ese lujo no concuerda con la humildad y el sufrimiento de Cristo cuando llevaba la cruz por estas calles». Entonces, Heraclio se quitó su manto lujoso y su corona de oro, y descalzo, siguió la procesión.
La cruz fue dividida en fragmentos. Uno se llevó a Roma, otro a Constantinopla y un tercero se quedó en Jerusalén. Los pedazos restantes se convirtieron en astillas que se distribuyeron por iglesias de todo el mundo, conocidas como la «Veracruz» o «Verdadera Cruz».
En las historias de los santos, se cuenta que San Antonio Abad se santiguaba cada vez que el demonio lo atacaba con visiones y tentaciones horribles, y eso bastaba para ahuyentar al enemigo. Así, los cristianos adoptaron la costumbre de hacer la señal de la cruz para pedir la protección de Dios ante el mal y los peligros que nos rodean.